sábado, 3 de noviembre de 2012 - Escrito por: José Sáenz
Sin estado no existen legalidad ni comunión de valores
¿En qué medida, estamos dispuestos a pagar el costo de una mayor inclusión?
Los eventos de La Parada parecen haber evidenciado una esquizofrenia colectiva en los capitalinos frente a los conflictos sociales que se dan en el país.
Diversas aproximaciones han intentado psicoanalizar el problema de manera que podamos recuperar la sanidad.
La más interesante propone trazar una linea recta desde el estado de derecho o la comunidad de valores, hacia la reconstrucción de nuestra unidad mental perdida.
El problema de poner abstracciones como la legalidad y a los valores en un pedestal es que la construcción de una nación no puede basarse en conceptos sino en hechos. La legalidad y los valores son una consecuencia, no una premisa.
Así como en este caso los resultados parecen favorecernos, a nosotros y a nuestros puntos de vista, debemos estar preparados para un futuro en el cual las cosas resulten distintas.
Las medidas tomadas por la Municipalidad de Lima y la policía, que inician nuestra incursión en una zona liberada, son un ejemplo sangriento de las acciones tomadas por un estado para consolidar su dominio.
En esta oportunidad existía una intensa dicotomía entre el ellos y el nosotros. Se trataba de delincuentes enfrentándose a la policía.
No obstante, la represión no es el único camino. La frecuencia con la que recurramos a ella definirá a la nación que obtengamos como resultado.
¿A cuánta gente más y bajo qué criterios queremos dejar fuera del “nosotros” y meterlos en la bolsa del “ellos”? 10%, 20% o 50% de la población. ¿De qué nos sirven nuestra legalidad y valores si nos dejan cocinándose un conflicto en potencia basado en el resentimiento y el sentido de no pertenencia?
Un estado tiene a su disposición otros mecanismos de asimilación.
Tenemos ejemplos en otras áreas de ilegalidad. Los programas de reconversión de cultivos de coca son uno. La construcción de infraestructura de comunicaciones es otro. La aceptación de interlocutores legítimamente elegidos; aunque no nos gusten es otra. Aunque esto signifique aceptar las postergación de alguno de nuestros planes.
¿En qué medida, estamos dispuestos a pagar el costo de una mayor inclusión?